En su último concierto: “20 años. Hoy es siempre”, Ismael
Serrano, cantautor español, decía: “La música a veces es silencio… ¿y ruido? …
Aunque tengo la sensación de que últimamente hay demasiado ruido”. Charly
García remarcaba: “lo que hay ahora es ritmo… pero le falta melodía y armonía”.
Además, en los últimos años, esta práctica carece de poesía.
Hubo un tiempo en el que la música vendía productos que fueron
resultado de procesos sostenidos y dinámicas serias de formación, por parte de
sus actores. El pop, que surgió junto a luchas de reivindicación de la dignidad
de la población afro en Estados Unidos, logró multiplicar exponencialmente la
ganancia por la venta de música. Jóvenes que desde los 5 años habían iniciado
una formación sólida en los coros de sus iglesias, expertos cantantes de
góspel, se convirtieron en estrellas del pop. Entre otras estaban Diana Ross,
Aretha Franklin, Donna Summer y Whitney Houston, además de Marvin Gaye y Ray
Charles. Sin embargo, actualmente las transnacionales de la música nos venden
a: Maluma, Shaquira, Daddy Yankee, Ricky Martin, Enrique Iglesias, Luis Fonsi y
un largo etcétera. Estos, nos han puesto en los oídos aquel ruido al que Ismael
Serrano hacía referencia.
En Bolivia, en el siglo XX, Alfredo Domínguez, Luzmila
Carpio, los Jairas consolidaron propuestas novedosas, en medio de diversidad de
ruidos. También surgieron los Ruphay, Wara, Savia Nueva, entre otros. Los
Kjarkas se iniciaron en aquel contexto, pero su opción por la venta de
mercancías derivó en la fetichización de su música. Al igual que los “malumas”
y los “fonsis”, en Bolivia hay miles de “k’jarkas” que sueñan con fama y
fortuna.
El ruido es parte del ambiente, no puede ser obviado. Pero a
veces es vital luchar por la claridad del sonido pleno, sobre todo cuando se
quiere construir valores. De esta claridad, encarnada en políticas culturales,
depende qué tipo de pueblo queremos ser, qué tipo de sociedad queremos
construir. Cuando se prioriza la noción de mercancía y se deja que el ruido
invada todos nuestros rincones, el sentido de la vida se diluye en la obsesión
por la mercancía.
De este modo en nuestro país, la inexistencia de políticas
culturales ha destrozado la posibilidad de sonidos plenos. Por eso es que la
urgencia de una ley para las culturas no se agota en la regulación del mercado
de beneficios sociales, ni de regalías o derechos a espacios para las artes. Su
importancia radica sobre todo en la recomposición del sentido de la vida,
diluido en la obsesión por el consumo, y en su rescate del sinsentido impuesto
por el Mercado Capitalista.
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