En tiempos antiguos, ciertas catástrofes naturales o conflictos armados dejaban a los grupos humanos en situaciones de despojo y vulnerabilidad. En tales circunstancias, se volvía indispensable la figura de un líder: alguien con el valor de enfrentar lo desconocido y la intuición necesaria para vislumbrar una posible salida. En muchos casos, la solución implicaba el inicio de un éxodo, es decir, la búsqueda de un nuevo lugar que hiciera posible la continuidad de aquella comunidad.
Al mismo tiempo, ese líder, acompañado por un núcleo cercano conformado por unas cuantas personas, debía generar esperanza para garantizar la cohesión del grupo mayor y su posibilidad de supervivencia. De este modo, la figura del líder no actuaba en soledad, sino que era sostenida y legitimada por una narrativa que ofrecía sentido y proyectaba un horizonte posible. Así nacieron los mitos: relatos fundacionales que, durante mucho tiempo, articularon a líderes y comunidades en procesos colectivos de reproducción de la vida. Líderes, mitos y grupos humanos conformaron, así, entramados simbólicos que hicieron posible la continuidad y transformación de las sociedades.
Actualmente, en algunos casos son líderes, y en otros simplemente personas con cierto tipo de capital —especialmente económico— quienes, junto a sus círculos más cercanos, producen narrativas e incluso mitos que les permiten acceder al poder o mantenerse en él. Sin embargo, en muchos de estos casos, la reproducción de la vida no constituye una prioridad; por el contrario, se evidencia que es precisamente lo que menos importa.
En la Bolivia actual, atravesamos una catástrofe que responde, en gran medida, al tipo de subjetividad con la que están constituidos los actores directos del campo político. A ello se suman múltiples conflictos que están derivando en una espiral de violencia, donde ya se evidencia el uso de armas de fuego y un clima de confrontación creciente. En este escenario, sobresale el deseo desmedido —casi angurriento— de los candidatos presidenciales por acceder al poder, impulsados más por intereses personales o corporativos que por el bien común. Esta situación, ampliamente expuesta en los medios de comunicación, pero poco asimilada por los seguidores de los distintos candidatos, no ofrece ninguna salida visible a la catástrofe en la que nos encontramos.
Si lo que vivimos es una catástrofe que expresa el fracaso de una forma de hacer política, quizá ha llegado el momento de preguntarnos por otras formas de organización, otras subjetividades y otras prioridades. Es necesario volver a poner la vida —no el poder, no el capital, no la fama ni el ego— en el centro de la acción política. De lo contrario, la espiral en la que estamos inmersos no hará más que profundizarse, arrastrándonos a todos, incluso a quienes hoy se sienten ganadores.
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